Reconozco que
mi relación con la ciudad que me vio nacer es un tanto extraña. Desde siempre
he sentido una mezcla de amor y odio difícil de comprender incluso para mí. Me
fascina y me exaspera a la vez, por eso, no es nada extraño que en ocasiones me
aleje, y en otras tenga la necesidad imperiosa de volver a pisar sus calles y
respirar su atmósfera no muy saludable.
Por todo eso
no es nada inusual que, en ocasiones, me siga perdiendo por sus calles
centrales y más emblemáticas. Tengo que
reconocer que adoro mi ciudad —por lo que me contaban mi abuela y mi padre, una
ciudad con sabor a villa que respiraba, aún a principios del siglo XX, un halo
de sana ingenuidad a pesar de arrastrar su lacra de capitalidad del Estado
durante varios siglos— pero también la detesto por sus ruidos, su contaminación
y por ese empeño que tienen algunos de convertirla en un New York de pacotilla,
antinatural, que nos rompe nuestro esquema histórico y genético.
Hace unos
quince días en uno de estos paseos vi como un grupo de turistas curiosos
espiaban por un agujero en la lona que
cubre las actuales obras de la calle Bailén. ¿Qué estarán mirando estos tan
atentos?—pensé— ¡Mira, si la tradición de nuestros abueletes por distraerse
mirando las obras no va a ser tan made in
Spain, que va ser una costumbre más europea que la Torre Eiffel! Escéptica
que es una, me tuve que morder el pensamiento, algo sarcástico admito, y
reconocer que el turismo, algunas veces, sirve para algo más que para ponerse
ciego de agua con misterio en nuestras playas. Porque, sí, sin este grupo de
simpáticos guiris, probablemente el hallazgo habría pasado desapercibido para
mí; obvio que me habría enterado más tarde, pero a toro pasado y sin verlo por
sorpresa y en el acto no habría tenido la misma gracia, ¿verdad?
Mis asombrados
ojos descubrieron lo que parecen ser las cuevas y los sótanos de una
construcción antigua que, según los primeros estudios de los expertos, podría datar
del siglo XVIII. Se cree que pueden ser los sótanos de lo que fue el Palacio
del Marqués de Grimaldi, diseñado por Sabatini prácticamente a la vez de que el
Palacio Real. Y mi imaginación innata y voladora me lleva a pensar que los
conocidos jardines de Sabatini, —desde que tengo uso de razón, ligados al Palacio Real— pudieran formar parte de este
palacio. Siempre pensé que esos jardines, marco de mis fotos de recién casada,
estaban un poco a desmano de mi muy querido Palacio de Oriente, como le llamamos
los gatos.
El Palacio fue
parcialmente demolido en 1931, y estos restos,
por la suerte azarosa que dan las cosas mal hechas, algo que puede ser
una incongruencia, pero no lo es, porque
si algún manazas de estos que presumen de hacerlo todo bien lo hubiera hecho a
conciencia, derribando esta maravilla en el primer trazado de la calle, habría
sido un desastre arqueológico. ¡Cuánta Historia habremos perdido ya por la
manipulación urbanística interesada y desmesurada! Prefiero no pensarlo, que me
subo por las paredes. Mejor agradezco al
cerebro que decidió ahorrar costes y echar una capa de asfalto sin tirar un
solo ladrillo de esta reliquia arquitectónica, para que ahora en pleno siglo
XXI podamos gozarla, los curiosos, los guiris y una servidora.
Otra
curiosidad, esta construcción también se
conoció con el nombre de Palacio de Godoy, ya que entrado el siglo XIX fue la
residencia oficial de Godoy, el Príncipe de la Paz, hombre de confianza de
Carlos IV y sobre todo de su esposa María Luisa de Parma. El niño mimado de la
corte que luego salió escaldado, pero eso es otro berenjenal que mejor dejo para otro día.
Las últimas noticias
parecen indicar que estas ruinas se van a respetar porque quedarán bajo la
protección de Patrimonio, algo que me alegra enormemente. No puedo negar que
siento un placer especial en reencontrar ese Madrid bajo el asfalto, que
probablemente nos descubra muchos secretos y nos ayude a conocer mejor lo que fue
y será nuestra villa.
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