viernes, 10 de enero de 2020

ESE MADRID SUBTERRÁNEO



Reconozco que mi relación con la ciudad que me vio nacer es un tanto extraña. Desde siempre he sentido una mezcla de amor y odio difícil de comprender incluso para mí. Me fascina y me exaspera a la vez, por eso, no es nada extraño que en ocasiones me aleje, y en otras tenga la necesidad imperiosa de volver a pisar sus calles y respirar su atmósfera no muy saludable.

Por todo eso no es nada inusual que, en ocasiones, me siga perdiendo por sus calles centrales  y más emblemáticas. Tengo que reconocer que adoro mi ciudad —por lo que me contaban mi abuela y mi padre, una ciudad con sabor a villa que respiraba, aún a principios del siglo XX, un halo de sana ingenuidad a pesar de arrastrar su lacra de capitalidad del Estado durante varios siglos— pero también la detesto por sus ruidos, su contaminación y por ese empeño que tienen algunos de convertirla en un New York de pacotilla, antinatural, que nos rompe nuestro esquema histórico y genético.

Hace unos quince días en uno de estos paseos vi como un grupo de turistas curiosos espiaban  por un agujero en la lona que cubre las actuales obras de la calle Bailén. ¿Qué estarán mirando estos tan atentos?—pensé— ¡Mira, si la tradición de nuestros abueletes por distraerse mirando las obras no va a ser tan made in Spain, que va ser una costumbre más europea que la Torre Eiffel! Escéptica que es una, me tuve que morder el pensamiento, algo sarcástico admito, y reconocer que el turismo, algunas veces, sirve para algo más que para ponerse ciego de agua con misterio en nuestras playas. Porque, sí, sin este grupo de simpáticos guiris, probablemente el hallazgo habría pasado desapercibido para mí; obvio que me habría enterado más tarde, pero a toro pasado y sin verlo por sorpresa y en el acto no habría tenido la misma gracia, ¿verdad?

Mis asombrados ojos descubrieron lo que parecen ser las cuevas y los sótanos de una construcción antigua que, según los primeros estudios de los expertos, podría datar del siglo XVIII. Se cree que pueden ser los sótanos de lo que fue el Palacio del Marqués de Grimaldi, diseñado por Sabatini prácticamente a la vez de que el Palacio Real. Y mi imaginación innata y voladora me lleva a pensar que los conocidos jardines de Sabatini, —desde que tengo uso de razón, ligados al  Palacio Real— pudieran formar parte de este palacio. Siempre pensé que esos jardines, marco de mis fotos de recién casada, estaban un poco a desmano de mi muy querido Palacio de Oriente, como le llamamos los gatos.

El Palacio fue parcialmente demolido en 1931, y estos restos,  por la suerte azarosa que dan las cosas mal hechas, algo que puede ser una incongruencia, pero no lo es,  porque si algún manazas de estos que presumen de hacerlo todo bien lo hubiera hecho a conciencia, derribando esta maravilla en el primer trazado de la calle, habría sido un desastre arqueológico. ¡Cuánta Historia habremos perdido ya por la manipulación urbanística interesada y desmesurada! Prefiero no pensarlo, que me subo por las paredes.  Mejor agradezco al cerebro que decidió ahorrar costes y echar una capa de asfalto sin tirar un solo ladrillo de esta reliquia arquitectónica, para que ahora en pleno siglo XXI podamos gozarla, los curiosos, los guiris y una servidora.

Otra curiosidad,  esta construcción también se conoció con el nombre de Palacio de Godoy, ya que entrado el siglo XIX fue la residencia oficial de Godoy, el Príncipe de la Paz, hombre de confianza de Carlos IV y sobre todo de su esposa María Luisa de Parma. El niño mimado de la corte que luego salió escaldado, pero eso es otro berenjenal  que mejor dejo para otro día.

Las últimas noticias parecen indicar que estas ruinas se van a respetar porque quedarán bajo la protección de Patrimonio, algo que me alegra enormemente. No puedo negar que siento un placer especial en reencontrar ese Madrid bajo el asfalto, que probablemente nos descubra muchos secretos y nos ayude a conocer mejor lo que fue y será nuestra villa.




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